- 01 de mayo de 2024 -
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El filosofo Darío Sztajnszrajber perdió su mochila en Turín y al otro día se la devolvieron

2023-11-09 |
Por Darío Sztajnszrajber 
 
Ayer en Turín perdí mi mochila. Mi espalda, mi archivo, mi equilibrio, mi compañía, mis cosas. Todo lo mío estaba en mi mochila: mi pasaporte, mi tarjeta de crédito, mis anteojos, mis auriculares, algo de dinero, mis pastillas para la presión, mi peine, mis papeles más importantes. Pero también todo aquello que me iba constituyendo en lo mío sin que yo me fuera dando cuenta: unos lápices, algunos pequeños regalos recibidos en diferentes lugares, recetas nunca usadas, un sacapuntas, unos tickets que por casualidad no fueros tirados, colitas para el pelo, creo que algún caramelo. Todo lo mío. Lo propiamente mío y lo impropiamente mío. Lo mío, en ese cruce inestable entre lo que se nos exige tener que ser y aquello que por suerte nos define desde los márgenes. ¿Seré mi pasaporte o seré algún caramelo? ¿O seré el pasaje permanente entre lo que da cuenta de mí y lo que me inspira a contarme? En todo caso, la mochila contenía todo lo mío, o más bien era todo lo mío: la mochila era mi frontera. Ayer en Turín perdí mi frontera, me perdí a mí mismo...
Ayer en Turín perdí mi mochila en un taxi. Creo que la apoyé en el piso del vehículo. El taxista nos hablaba mucho y entiendo que en algún momento me desconcentré. Salí apurado del automóvil y no me percaté que ya no la llevaba encima de mi espalda. De hecho, nunca me di cuenta de su falta hasta el momento en que finalicé una charla de filosofía que vine a dar a la ciudad. Con el aplauso final se me vino la información de su pérdida. Sentí, en un arrebato, su desaparición. Se me hizo en un instante presente su ausencia. O más bien, se me ausentó, en ese instante, su presencia continua. Me mareé. A la par que alguna gente se me acercaba para conversar en italiano sobre Nietzsche, el suelo comenzaba a resquebrajarse. El suelo, el techo, las paredes, los puntos cardinales, todo se me desmadraba mientras yo me iba cayendo adentro de mí mismo en un pozo sin fondo. Lo había perdido todo. Atiné a mirar a mi hija y a una compañera de trabajo para murmurarles moviendo la cabeza de lado a lado: “la mochila”. Dudé sobre el lugar de su extravío. Era obvio que me la había olvidado en el taxi, pero intenté convencerme de que tal vez estaba en el baño, o detrás del escenario, o que no la había traído conmigo. Pero la había traído conmigo. Sabía que la había traído, pero intentaba encontrar un mínimo resquicio de esperanza en que tal vez no. Mientras dudaba, o forzaba la duda, alguien me contó que vivía hacía dos años en Turín, alguien me dijo algo muy sentido que no comprendí, alguien nombró en italiano a Estudiantes de la Plata. Pero yo ya no era yo. A cada minuto que transcurría, me iba disolviendo, desvaneciendo, abría la boca y pronunciaba palabras cada vez más confusas, idas, vacías. Iba dejando de ser yo. Yo ya no era yo porque todo lo que siempre fui yo se había perdido en la mochila. Incluso cuando nos quedamos ya solos intentamos contactarnos con el taxista, pero ya había finalizado su turno y a la mañana siguiente viajábamos a Roma muy temprano. Además, ¿por qué iba a devolvérmela? ¿Por qué iba a devolvérmela si lo primero que encontraría en el bolsillo de adelante era algo de dinero? Definitivamente, ayer en Turín había perdido mi mochila, o sea, me había perdido a mí mismo.
Ayer en Turín perdí mi mochila en un taxi mientras iba a dar una charla de filosofía. Nunca me di cuenta de la pérdida hasta el final de la disertación. Hablé, disfruté, me emocioné, pero nunca sentí la ausencia. No siendo ya yo pude sin embargo dar la charla. Tuve que olvidar haber olvidado la mochila para poder hablar de filosofía. Para poder hablar de filosofía que entre otras cosas busca comprender el funcionamiento de lo cotidiano como el olvido de un olvido. Olvidé que olvidé la mochila y por eso pude dar la charla. Pero en algún momento me di cuenta. ¿Por qué en algún momento nos damos cuenta? O más bien, ¿por qué no me di cuenta antes? ¿Qué es darse cuenta? ¿Por qué en algún momento se hace presente la pérdida? ¿Por qué en ese momento y no en otro? ¿Por qué en cierto momento puntual algo del vacío nos invade? ¿O será que ese vacío siempre estuvo allí a la espera del zarpazo? ¿Pero por qué no irrumpió antes la conciencia de haberme olvidado la mochila en el taxi? ¿Por qué ese cuidado, hospitalario, amoroso, engañoso, de permitirme desplegar hasta el final mi disertación? ¿O habrá sido la disertación la que derivó en la conclusión inesperada de darme cuenta que había perdido mi mochila? De hecho, el último tema que fui abordando en la charla fue el de la figura del fantasma. El fantasma, tanto para pensar el amor como para pensar la democracia. El fantasma que asedia y aterroriza para que nada cierre, para que no olvidemos el olvido. Creo que el fantasma me advirtió de mi pérdida. ¿O de qué tratan los fantasmas sino de las pérdidas? ¿O de qué trata la filosofía sino de lo que falta? 
Ayer en Turín perdí mi mochila en un taxi mientras iba a dar una charla de filosofía con motivo de la publicación en italiano de un libro llamado “Filosofía a martillazos”. Tanto alardear con el martillo y el martillazo me derrumbó. Tanto proclamar el deseo de un destierro de mí mismo y sólo anhelaba obsesivamente recuperar mi mochila. Todo lo previsto se me derrumbaba. Además del mareo por haberme quedado sin respaldo, se me sumaba el desangrado de dilapidar el tiempo restante del viaje en instancias burocráticas. Pero para peor, aunque la burocracia me devolviera parte de mi identidad, no podía no renegar de la pérdida de todo aquello que sin embargo no sabía que también me constituía. Tanto de esos pequeños detalles insignificantes desparramados en la mochila, como de la mochila misma. Ese objeto negro donde se confunde lo propio con mis propiedades, esa caricia diaria que me da borde frente a una tendencia dionisiaca para el desbordamiento extático, esa criatura que desde su supuesta condición inerte provoca en mí las más variadas reacciones, esa sensación de vértigo por sentirme extranjero de toda extranjería: no solo como argentino en Italia, sino como alguien perdido de sí mismo, o de lo que suponemos que nos constituye a nosotros mismos, esto es, de todo aquello que puede entrar en una mochila.
Ayer en Turín perdí mi mochila en un taxi mientras iba a dar una charla de filosofía con motivo de la publicación en italiano de un libro llamado “Filosofía a martillazos”, inspirado obviamente en Nietzsche. Eso dice Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos: “no se puede hacer filosofía sino a martillazos”. Como el martillo que desarma, pero sobre todo como el diapasón que escucha. ¿Cuál era el silencio que tenía que escuchar? ¿Qué tenía que desarmar para que algo adviniera? Toda mi lectura de la filosofía no es más que una relectura de Nietzsche. Leo desde Nietzsche, padezco desde Nietzsche, olvido desde Nietzsche. Ni siquiera me di cuenta cuando el taxi ya próximo a la institución donde di la charla atravesó la plaza Carlo Alberto. Es la misma plaza donde en enero de 1889 Nietzsche se encontró con el caballo. Cuentan que Nietzsche, ya muy enfermo, abrazó fuertemente a un caballo que estaba siendo lastimado a latigazos por un cochero y se puso a llorar. Algunos dicen que le pidió perdón al caballo en nombre de la humanidad toda, otros dicen que solo susurró: “madre, soy tonto”. El acontecimiento del caballo de Turín es relatado como el momento del pasaje de Nietzsche a la locura. Después de ese abrazo, después de ese llanto, nunca más volvió en sí. Arrestado ese día por la policía por causar desorden público, internado luego y ya sin habla, murió once años después. Allí, a pocas cuadras de donde perdí mi mochila, Nietzsche perdió la razón. Incluso deseo creer que el momento exacto en el cual me olvidé de estar llevando mi mochila coincidió con el momento preciso en el cual el taxi pasó por el lugar de la plaza Carlo Alberto donde Nietzsche se abrazó con el caballo. Sin algo de olvido no hay creación posible, decía Nietzsche. Ayer en Turín perdí mi mochila donde Nietzsche se perdió a sí mismo.
Ayer en Turín perdí mi mochila en un taxi mientras iba a dar una charla de filosofía con motivo de la publicación en italiano de un libro llamado “Filosofía a martillazos”, inspirado obviamente en Nietzsche, pero el fantasma que apareció allí no fue Nietzsche sino mi papá. De hecho, ni bien me di cuenta de mi olvido, no fue la historia del caballo de Nietzsche la que me asaltó, sino el fantasma de mi padre. Me sentí él. Lo recibí. Mi papá murió hace muy poco tiempo como efecto de diferentes deterioros corporales, pero sobre todo de un deterioro cognitivo devenido en demencia senil. Sus primeros síntomas fueron de pérdida de memoria y de pequeños olvidos. Se olvidaba las palabras, se olvidaba algunas cosas, tal vez se olvidó una mochila. Se fue perdiendo. Mientras me iba cayendo vertiginosamente en el fondo de mí mismo por el extravío de la mochila pude por primera vez conectar con él. Por primera vez desde su enfermedad. Antes no pude. Pasó años internado en una habitación de su casa. Mi casa de la infancia. A medida que se fue apagando, no pude sentir su calor. Lo visitaba muy poco y no sabía cómo acercarme. Lo perdí. Las pocas veces que sin embargo me llegue hasta él, mi papá, muy enfermo, me miraba fijo con los ojos muy redondos y se replegaba para dejarse acariciar. Como si solamente esperara eso: que lo acaricie. Cada vez que le ponía mi mano en su frente cerraba sus ojos con un gesto de agradecimiento. Su piel, su calor, su olor, de nada me arrepiento más que de no haber ido más veces a acariciarlo. Ya casi no hablaba. Solo repetía algunas palabras de modo mecánico frente al estímulo de la enfermera como “hola” o “bien” aunque increíblemente también algunas veces recordaba mi nombre. ¿Cómo se llama su hijo?, le preguntaba la enfermera y mi papá contestaba mi nombre. Cuando murió me quedé junto a él un rato con mi mano en su frente. Nunca olvidaré esa mínima sonrisa en su rostro. Mi papá me cuidó hasta el final. Me sigue cuidando. Ayer en Turín perdí mi mochila, pero me reencontré con mi padre.
Ayer en Turín mi mochila me perdió a mí. Se fue de paseo. Se tomó un taxi. Me dejó a la deriva. Hizo lugar para que me pudiera encontrar un rato con mi papá, para que un caballo me abrazara, para que llorase, para que sintiera un poco el desborde. Me hizo lugar. Para que algo de todo cobrara un mínimo sentido, inefable, incalculable, inaprensible, un sentido de frontera. Me hizo frontera: una pierna buscando afirmarse en la tierra y la otra cayendo en el vacío. Una veta programando los trámites para recuperar lo perdido y otra veta apostando a que la pérdida me libere de lo mío. Una parte de mí temeroso de algún trastorno neurológico incipiente y otra parte intentando descifrar enigmas y señales. Mi mochila me dejó en tierra de fantasmas y así me sentí adentro y afuera, en lo real y en lo imaginario, contenido y desbocado, intensamente vivo y arrojadamente muerto. Ayer en Turín mi mochila me abandonó para que pudiera salirme un poco de mí mismo. 
 
Al finalizar la charla, primero me di cuenta que tanto mi tarjeta de crédito como mis anteojos se encontraban en la campera que llevaba encima. No habían quedado en la mochila. No se habían perdido. Sentí un gran alivio. Lo extraño es que nunca suelo colocar esas cosas allí. No tenía sentido. De regreso a la habitación del hotel me encontré en la mesa de la habitación con mi pasaporte y con mis pastillas para la presión. Increíblemente había sacado todo ello de la mochila antes de ir a la charla. Tampoco entiendo bien por qué lo hice. Tampoco tenía sentido. Lentamente me iba recomponiendo a mi mismo. Cada vez con más alivio. No había perdido el pasaporte, la tarjeta, las pastillas, los anteojos. Con todo ello podía continuar mi viaje y regresar a mi país. Mi hija, mi compañera de trabajo, todos mis cercanos festejaban una especie de salvación. Solo había perdido algo de dinero en efectivo y todo aquello que ni siquiera recordaba que era mío. Pero sobre todo había perdido la mochila, compañera de años, de fotografías, de lugares, de llantos, de enojos, de secretos. Algo de eso rondaba inquieto en mí ya que ese primer alivio se fue reconfigurando. Algo me había pasado. No podía aceptar la pérdida de la mochila, el acto descontrolado por el cual la apoyé en el taxi y bajé del auto sin ella. No podía aceptar el descuido, pero al mismo tiempo me sentí cuidado. Pensé que tal vez en un futuro inmediato me daría cuenta de haber perdido algo muy importante en su interior que hoy no recordaba, pero lo importante lo había recuperado: lo que temía haber perdido era lo que estaba por narrarme, aquello que nunca creí que hablara de mí: lo que somos nunca se plasma, sino que está siempre por venir. Pensé que sin mi mochila ya no iba a ser el mismo y sentí sin mediaciones la desesperación de la libertad. Ser libre no como una disposición del yo, sino como su devaluación, su desestabilización, su escape. Nadie puede salirse de sí mismo si desde afuera alguien no nos abre alguna puerta. Ayer en Turín mi mochila me perdió a mí para que se me llenara la frontera de fantasmas. ¿Seré mi pasaporte o seré algún caramelo? Madre, soy un tonto…
Por la noche no pude dormir. Hubo eclipse de luna. Mi novia me grabó unos audios alentándome a encarar claramente un nuevo inicio. Desde que te conozco que estoy con la mochila, le dije, te vas a reencontrar con alguien que ya no va a ser el mismo. Mejor, me respondió… 
Hoy muy temprano a la mañana antes de salir para la estación de tren recibí un mensaje de texto. El taxista que hablaba mucho y que no había chances de que me devolviera nada, había encontrado la mochila en el auto y me la había traído al hotel minutos antes de mi partida. Ni siquiera la abrió. Todo lo que allí estaba y lo que no sabía que allí estaba, seguía allí. Nos pusimos todos a llorar de la emoción: mi papá, Nietzsche, el caballo, mi hija, mi compañera de trabajo, el hotel, la mochila, Turín.

Ayer en Turín perdí mi mochila y yo pude escaparme un poco de mí… 

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