Ponemos la alarma a las cinco y media. Hasta que nos levantamos, le ponemos media hora, en serio, ya lo comprobé. A las seis preparamos el desayuno, que se estira como chicle, entre charla y charla, hasta las siete menos cuarto. A esa hora, ella se va a la escuela en su bicicleta y yo a mi casa. Antes nos damos besos, muchos besos.
Nos abrazamos y nos decimos "Te amo, te amo, te amo", hasta que ya nos quedamos sin saliva y nos cansamos. Eso hacemos los lunes a la madrugada. Luego nos escribimos, luego nos extrañamos.
Cuatro días pasan, como cuatro siglos. Volvemos a vernos, siempre de forma excepcional. Llevo los mismos vinos y los compartimos con su padre.
Como un puñado de arena en mis manos, resbalan los segundos y todo retorna de una manera más bella que la anterior, sopesada con todos los abrazos que aprendimos a darnos días antes, vamos juntando las caricias, hacemos un montoncito con ambas manos y nos las soplamos en la cara. Y no sé cómo, pero cada día nos atraviesan más.
Por Agustín Alarcón